29 octubre, 2009

De ferias en Bogotá

Si pensamos literalmente (y no tan literalmente) en el nombre que le puso Jairo Valenzuela a su feria, entonces Artbo sería como La. La ama de casa, la mamá de los niños, la mujer ideal, la esposa perfecta, la mártir silenciosa y la profesional abnegada. Y de cierta forma lo es. El problema es que todas las mujeres de hoy en día, de una u otra forma, somos amantes, amadas, jefes y madres a la vez. Eso, junto con otra infinita lista de cualidades invaluables que nos hacen únicas. Es el caso de La y de La Otra. Cada una con sus maravillosas virtudes y sus irremediables defectos.



Este año la feria internacional de arte de Bogotá llegó a su quinta versión con una enorme presencia en todos los medios de comunicación. Como siempre asistí puntual a su concurrida inauguración. Mi primera impresión: sobredosis de arte y de especímenes del medio. Hay tantas cosas para ver y tanta gente para saludar que resulta difícil dedicarse a la labor. Sin embargo hay que hacerlo.
El montaje cada vez resulta más sobrio y acorde con lo que debe ser una feria de arte, y algunas galerías locales parecen haberlo entendido a la perfección, haciendo de sus stands un lugar de encuentro u oficina portátil y no un deslumbrante espacio de exhibición de obras que sólo durará 4 días. Con esa fórmula se generan menos costos de transporte, de logística y de montaje, y en cambio les permite concentrarse en lo esencial de un evento de este tipo: vender y hacer contactos con nuevos coleccionistas y posibles compradores. En ese orden de ideas entrar en una exhaustiva crítica sobre obras puntuales sería un despropósito. Lo que si puedo nombrar son las 10 galerías que tenían las piezas y propuestas más interesantes dentro de su portafolio: La central, Durban Segnini, Sicart, Vermhelo, Nara Roesler, Jenny Villá, Jacop Karpio, Horrach Moya, Ginocchio y Al cuadrado.
Por otro lado me encantó saber que la galería Arte Consultores, luego de un par de años de desazón, estaba de vuelta con una puesta en escena un tanto exagerada pero valiosa para anunciar su regreso y destacar las obras de Pedro Ruiz, Santiago Montoya y Ana González. Al final, tácticas para llamar la atención hay muchas, si no que lo digan quienes vieron a los mariachis que trajo consigo la galería Nueveochenta.

Paralelo a esto se realizó como siempre el pabellón Artecámara, el cual debo decir, estuvo mejor que nunca. Maria Iovino parece estar llevando esta exposición a otro nivel y poniendo a dialogar de forma brillante toda una serie de proyectos jóvenes que gracias a este espacio, toman una dimensión realmente profesional y a la altura del ámbito internacional. Es el caso por ejemplo de la intalación-proyección de Angélica Teuta, una maravillosa selva creada a partir de cuatro proyectores de opacos que generan una puesta en escena bellísima. Lo mejor de la exposición. Luego hay que nombrar los geniales dibujos de César del Valle que por fin parece haberse dado el gusto de realizarlos a gran escala y sin lo restrictivo de un marco. Y de terceras estarían los apocalípticos y futuristas perros de Miguel Kuan, una metáfora de los canes que habitan las calles, suburbios y callejones oscuros de nuestras ciudades. Aunque lucían muchísimo mejor en su exposición individual de hace un mes en El garaje (dónde obviamente tenían mayor protagonismo), no dejan de impactarme.

A estas tres propuestas , que para mí fueron las mejores, se le suman trabajos interesantísimos en dibujo (Manuel Calderón y una joven ubicada donde se iniciaba el recorrido), en fotografía (unas baldosas hechas de fotos) y en animación ( Maria Isabel Rueda). En general estos últimos (animación) no estaban bien logrados, pero es clave empezarlos a incluir de forma constante en estos certámenes. Aunque se ven intentos en el campo de la pintura expandida, hay aún un vacío enorme al respecto. Me decepcionó muchísimo el trabajo de Lorena Espitia, una pintora excepcional, que en este caso en el afán por plantear un proyecto contemporáneo acorde a la muestra, se queda en unas pinturas manieristas, sin brillo y opacas, junto con un dodó esculpido lobísimo, instalado todo dentro de un saloncito de terciopelo que nada tiene que ver con nada. Esto bien podría resumirse en una laminita de las chocolatinas Jet o en un librito norma de ilustración infantil. Esperemos que solo sea un traspié en su impecable carrera.

Y por último Artbo presentaba como novedad los projects rooms, los cuales se confundían un poco con las galerías y no marcaron mayor pauta dentro de la feria. El más interesante y poético era el de Maria Isabel Rueda, quien creo que sigue poniendo la bara supremamente alta a la hora de hacer arte. La idea de Mateo López es genial y provoca mucha curiosidad pero se desinfla un poco por lo soso de los elementos escondidos que encontramos y que habrían podido ser igual de geniales que la idea. La instalación de Iván Puig lucía bella y comunicaba. De resto son propuetas a las que le falta trabajo. Sobre todo mental. Porque el verdadero arte está en al cabeza.



La Otra?
El edificio es magnífico y el recorrido refrescante. Siempre destaco más de esto la propuesta general, los puestos de diseño, el bar, la terraza y el ambiente en general, que las galerías mismas, que en pequeña escala tenían cositas puntuales interesantes. Entre ellas la novedad fueron las obras de artistas muy muy jóvenes que trajo un coleccionista a su nuevo proyecto de galería 12:00. Dominio del oficio e ideas contemporáneas. De resto, un poco de lo mismo. Nada que me haya estremecido demasiado.

En conclusión, un fin de semana de arte y lujuria entre dos dignas representantes del arte colombiano de nuestros días. Los mercados se abren y nuestra ciudad parece ser uno de los polos de atracción más importantes del continente. Basta con decirles que el director de la Tate Modern estuvo por aquí, hablé con el y les puedo decir que colombia está de moda. El panorama es más que optimista.

06 octubre, 2009

Conexión Colombia



El pasado miércoles, Alfredo, nuestro chofer desde hace más de siete años, nos condujo a mí, a Constanza y a mi marido al gran evento de arte y filantropía que se realizaría en uno de los salones de los gigantescos edificios empresariales de la carrera séptima con ciento dieciséis. Una pashmina de exactamente 2750 dólares directamente traída de Nepal junto con una combinación de otoño diseñada por Donna Karan, me hacían lucir espléndida para el motivo de la noche: una subasta de arte.

Mi contemporánea y glamorosa compañera de pasiones, Ana Sokoloff, actual directora del departamento de arte latinoamericano de la reconocida casa de subastas Cristie’s, estaría empuñando el martillo que con cada golpe seco sobre la madera, definiría al flamante poseedor de la pieza en exhibición. Una especial noche en donde el principal protagonista es el dinero y sus actores de reparto: la bebida, los egos y el honor.

Conversaciones vacías van, risas forzadas vienen. Primera ronda del coctel y a lo que vinimos. Y no hablo exactamente de apoyar una causa.



De primeras al ruedo, y como para ir a la fija por ser el niño consentido e innegable talento emergente de nuestro país, lanzan una pieza de Mateo López. Una regla amarilla señalando 28 cms sobre una hoja de papel. Vendida. Por más de tres millones. Los ánimos y las emociones afloran. Máximo Flórez. Vendida. Esteban peña. Vendido. El martillo parece dinámico pero no del todo punzante y estresante. Cruz diez. 120 Millones. Y así sucesivamente. Los vasos repletos de hielo van y vienen. Los teléfonos repican. Alzo mi paleta. Me ganan la apuesta. El balance, según los organizadores, positivo.

¿Y yo me pregunto, tiene esto algún sentido? Supongo que sí y no. Y me cuesta decidirme ya que al final de todo esto lo que realmente queda, es una resaca horrible de alcohol, combinada con ese guayabo moral que te hace saber que algo no anda del todo bien.

Lo digo ya que más allá de la emoción, más allá de lo apasionante de una subasta y de su aparente parecido con un vertiginoso juego de póker, la verdad es que aquí la objetiva apreciación del arte, como yo la veo, deja de existir. La poesía desaparece y su esencia se diluye entre bocanadas y bocanadas de humo de cigarrillo y manojos exuberantes de billetes invisibles. Porque en un evento como este priman inevitablemente una serie de intereses mercantiles que nada tienen que ver con los deseos, las expectativas y la calidad de las obras de arte. Tampoco tienen estos que ver con una causa que se convierte simplemente en la fatídica excusa para jugar un juego que a todos nos gusta jugar. A pesar de que en el fondo el dinero ayuda, el altruismo no parece ser la base de este experimentado tablero de monopolio.

Increíblemente los artistas más jóvenes se cotizan sin saber muy bien porqué (bueno… pujar a partir de una base de 500.000 pesos siempre será menos riesgoso que sobre una de 120’000.000 de pesos) mientras se transgreden sus intereses primarios de expresarse y comunicar ideas. Por ejemplo un dibujo como el de Kevin Simón de seguro estaría mucho mejor en el cuaderno íntimo de su amada que en alguna lujosa casa llena de extravagancias y objetos materiales. Su auténtica personalidad pasa lamentablemente al plano del dinero y se borra del terreno de las emociones y la sensibilidad que lo han hecho destacarse.



Sin embargo el mercado del arte debe existir. Y los artistas deben ser patrocinados de forma coherente y sana para generar procesos y construir obra. Pero bajo otras reglas distintas a la especulación, las trampas y las artimañas ficticias que a veces se vislumbran detrás de todo esto.

Mi idea es que todo sea menos políticamente correcto, más sincero, honesto y romántico. El coleccionista debe ser un guardián privado del patrimonio y una extensión NO-snobista de las obras que compra. Su apreciación debe ir más allá de los precios y pasar por la calidad, la excelencia y la pertinencia.

Yo misma colecciono obras. Aquellas que tienen un valor profesional, intelectual y estético valioso dentro de mi forma de pensar y percibir el arte. Y esa es la misma razón que me impulsa constantemente a escribir sobre arte. Porque hay algo más allá del valor comercial que me conmueve y me martiriza para bien o para mal, pero que al fin y al cabo me trastorna.

Lo cierto es que estos eventos al final me deprimen. Siento ganas de encerrarme un rato y volver a los libros y a aquellas imágenes desechas de la superficialidad del medio artístico mainstream. De seguro no lo logro y la red vuelve y me atrapa. Pero eso siento.



Ahora viene Artbo. Una iniciativa que apoyo pero que así mismo me aterra. Al final creo que son los artistas los que deben poner la pauta y generar cuestionamientos al respecto de su función y metodología. Su personalidad y sus creaciones pueden valer más que mil centavos. Los coleccionistas en cambio son eso, coleccionistas. No los culpo. Es su rol en este ecosistema.

Lo cierto es que el espectador ingenuo es el único ojo externo que corrobora o crucifica.



Las últimas han sido noches de insomnio, revelaciones y visiones entre cobijas de pluma y texturas de dulce abrigo.